El mar ejerce sobre mi un poder hipnótico. Siempre me ha gustado sentarme a observarlo. Pero hacerlo de verdad, con la mirada blanda. El color cambiante, su olor característico, su rugido. Ni siquiera tengo que meter los pies dentro para tocarlo, porque viene a mi en la humedad del ambiente. Y puedo sentir la sal en mis labios.
Es una experiencia contemplativa que practico desde chica, aún sin saber que lo era.
Luego de un rato, mi respiración se profundiza. Cómo si se acompasara con el ir y el venir de las olas.
Me lleva a un lugar de silencio, de espacio entre pensamientos, de soledad agradable.
Es fácil amar al mar, sin tener consciencia de que está formado por millones de gotas.
Y cuando estoy en ese estado me siento un poco como Nietzsche cuando dice “Mi soledad no depende de la presencia o ausencia de las personas; al contrario, odio a quien roba mi soledad sin, a cambio, ofrecerme compañía de verdad.”
Entonces comprendo completamente la experiencia Water Violet, que ama la Vida, sin involucrarse con la vida.
En cada gota está el océano. Y descubrirlo es el aprendizaje que esta esencia propone.